Felipe IV, don Juan y un remedio para la lujuria

No es ningún secreto que el rey Felipe IV era tan piadoso como mujeriego; tuvo 13 hijos legítimos, y unos 30 ilegítimos. Tal fecundidad no fue premiada en los referente a los derechos sucesorios, ya que el heredero fue Carlos II, enfermo desde su nacimiento, afectado por los sucesivos matrimonios consanguineos de sus antepasados, que no paraban de casarse entre primos. En palabras citadas por Deleito y Piñuela, aunque no desvela su autor:
Carlos I fue guerrero y rey, Felipe II sólo rey, Felipe III y Felipe IV hombres nada más, y Carlos II ni hombre siquiera.
Como decíamos, el rey Felipe IV era un auténtico pichabrava, y, a la vez, un devoto católico: una de esas contradicciones tan hispanas, que sin duda le traerían a mal traer, pues sus instintos carnales debían producirle severos remordimientos. Lo cual no impedía que volviera a las andadas, por otra parte.

Felipe IV, don Juan y un remedio para la lujuria: Felipe IV a caballo, por Velazquez
Detalle de Felipe IV a caballo, por Velazquez (Museo del Prado)
Tal como desvela el ínclito don Gregorio Marañón, que además de genio de la medicina también fue historiador, es en esta época cuando nace el mito de un muy español personaje, don Juan, tal como recoge en Don Juan. Ensayo sobre el origen de su leyenda (1940), donde narra el caso que hoy nos ocupa. En la literatura de la época se habla mucho de los galanes de monjas, al estilo de el Tenorio y doña Inés; y claro, el lujurioso monarca no estuvo libre de tentaciones al respecto. Cuando Tirso de Molina escribió El burlador de Sevilla, dando origen literariamente al mito, además de en otras figuras de aquellos tiempos, sin duda algo tomó de Felipe IV.

En este caso, la monja en cuestión era sor Margarita de la Cruz, del convento de San Plácido, en Madrid. Convento que, todo sea dicho, arrastra también su propia leyenda relacionada con posesiones y exorcismos en aquella misma época. Olivares, el valido, y Villanueva, el secretario, hablaron al cuarto Felipe de la belleza de la monja, ya que les interesaba tener al rey distraído de los asuntos de estado. Y claro, el monarca no puede resistirse: soborna a los guardianes del convento para poder entrar y ver a la religiosa, aunque la priora del convento no se deja comprar, por muy rey que sea.

Villanueva, que poseía una casa en calle de la Madera con una pared en común con el convento, hace perforar el muro, para que el rey pueda salirse con la suya. El butrón les lleva a la carbonera del convento, desde la que avanzan hasta la celda de sor Margarita, guiados por Villanueva, que ilumina el camino con un farol. Pero no contaban con que la priora no había bajado la guardia.


Felipe IV, don Juan y un remedio para la lujuria: Convento de San Plácido
Convento de San Plácido (Madrid de Felipe)
Cuando Villanueva entra en la celda, se la encuentra iluminada por cuatro cirios que rodeaban el féretro de sor Margarita, inmóvil y con un crucifijo entre las manos. El alcahuete deja caer el farol espantado, y huye pasillo abajo llevando consigo a Olivares y al rey, mientras les refiere lo que ha visto. Parece que solo la intervención divina era capaz de frenar la lujuria del rey Planeta. Y mientras tanto, sor Margarita sale del ataúd y da gracias a Dios, mientras la priora, que velaba en la celda contigua, acude a reconfortarla.

Suponemos que el monarca se quedó bastante impresionado, pero no consta que se reformase. La cuestión es que los escándalos en torno a la regia entrepierna eran bien sabidos; se cuenta que una de las damas pretendidas por él, sin éxito esta vez, le espetó:
- Señor, no tengo vocación de monja ni de puta de historia.
Hacía alusión al destino de la célebre María Calderón, la Calderona, que cuando dejó de ser amante real la hicieron vestir los hábitos y acabó como abadesa en un convento de la orden de san Benito en La Alcarria. Curioso país el nuestro, y curiosa época también, con tanta facilidad para mezclar lo divino con lo rijoso


Fuentes:
  • Carlos Fisas (1988): Historias de las reinas de España, Planeta.

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